16-11-2016
 

Amores Encontrados



 



Era raro que llegase tarde, ya habían pasado dos minutos de las siete y el tren no había llegado todavía a la estación Acoyte en su largo trayecto hacia Once. Ella venia apurada de algún lado, estaba preocupada por llegar a tiempo, temerosa de perder una oportunidad que había esperado desde hace tiempo. Todos le habían dicho que es una experiencia mágica, algo inexplicable, que cuando pasa cambia todas las cosas; como si un mundo de cristal se cayera enfrente y apareciera en su lugar la luz mas cálida que haya existido.

Él caminaba despacio, sabía que el colectivo iba a venir rápido, que se subiría tranquilo y se sentaría en uno de los asientos del fondo donde el amontonamiento cotidiano de la gente que va a trabajar no lo molestase y así de esa manera, podría contemplar desde la ventana la Ciudad de Buenos Aires.
Los dos sabían muy bien que ya habían hecho todo: el cosquilleo, la sonrisa sin explicación, la mirada perdida en el horizonte sin razón, la larga y ansiosa espera de un mensaje en el celular que luego se convertía en un estallido de alegría al leer “yo también”, sin tener en cuenta los desvelos que aquello implicaba. Y qué bien lo habían logrado.

Faltaban 5 minutos para las siete y media y el tren estaba a dos estaciones de Once, el miedo de perder la oportunidad se convirtió en un pánico infernal, que casi provoca una catarata de lágrimas llenas de angustia, de desesperación por solo pensar en perder algo tan valioso, tan preciado, o por lo menos así creía. Cuando las puertas se abrieron, corrió por la estación esquivando transeúntes y vendedores, impulsada por ese pánico atroz y demandante, que no la dejaba ver lo estaba por venir.

La plaza era cuadra, rodeada por una avenida y un rio incesante de autos y colectivos, que rara vez es detenido por un semáforo ocasional o una casualidad inexplicable. La superficie de cemento le había ganado tanto al pasto que solo quedaban algunos triángulos sobrevientes de tierra, que la gente aprovechaba en los días de calor. Bancos, rejas, todo alrededor de la gran estatua de San Martin. El estaba sentado en la mitad de la plaza, debajo del busto, con una tranquilidad digna de un monje budista, expectante, testigo. Pero no podía ocultar su profunda emoción, las ganas de que pase, la expectativa de saltar de alegría y estallar de ternura con ella.

No faltaba nada, ya había salido de la estación, ya se había levantado de la caída que sufrió cuando se tropezó en las escaleras; veía la plaza, el pasto, los autos, la gente esperando el colectivo, y la estatua de San Martin donde él le dijo que la iba a esperar. Lo vio. Se quedo paralizada frente a la realidad, un segundo de quietud que le pareció una eternidad fue brutalmente interrumpido por un vuelo rasante que ignoró a las personas, al calor que le generaba el momento, al cansancio de una larga agitación, al miedo que venía arrastrando desde la estación Loria, a la alegría que le despertó darse cuenta que él la había mirado y al desenfreno que le provocaba verlo correr a él también hacia ella.
-Tengo una respuesta. – dijo mientras dejaba la cerveza sobre la mesa- de lo que me dijiste ayer, estuve pensando y ya lo sé.
Hablo cuando el mozo los dejo solos en la esquina del después de traer las bebidas.
-Te amo Rodrigo.
Y se fundieron en el beso más profundo y luminoso que habían probado jamás.

 

 

 




Autor: Redaccion de TodosUnoTV
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